
Nueva Chicago
Nueva Chicago
Toro Bravo
En una nueva sección de nuestra web, les dejamos el primer cuento enviado por Pablo Jelovina. Que lo disfruten.
Por Pablo Jelovina
Es 7 de noviembre. Es sábado y hay sol. Es una cancha de fútbol bastante bien cuidada para un torneo amateur. Yo tengo la 9 en la espalda y todos esperan de mí goles. Es un partido clave. Soy la figura, la esperanza. Me apodan el Toro Bravo. Me llamo Miguel.
El
10 se me acercó para que saquemos del medio y demos comienzo a la contienda. Me
preguntó si estaba bien y sin esperar respuesta me alertó a que mirara bien al 2
de los rivales, que era medio gordito y me iba a hacer un festín con él. Comencé
a correr. Me escondí un poco entre los centrales para intentar pasar
inadvertido. El técnico, un hombre de unos sesenta años bien coloreados en la
blancura de su barba, no paraba de dar indicaciones. Pero a mí no me decía
nada. Hasta la mitad del primer período yo aún no había entrado en juego.
Los
problemas empezaron cuando el 8 desbordó haciendo una jugada magistral por
derecha. Yo vi que tiró el centro sin mirar, como si supiera exactamente que yo
estaría donde estaba. La redondez furiosa se me vino encima, aunque un instante
antes de que me noqueara, el defensor rival logró asestar un buen despeje.
-¡Vamos Miguel, qué pasa! Preguntó con intención retórica el pelilargo 5. Yo no
dije nada y seguí merodeando la cancha. Ahí fue cuando el 2 de ellos se me
acercó y me pidió que si no era mucha molestia tratara de no hacerlo pasar
vergüenza porque sus padres recién llegados de Comodoro Rivadavia estaban al
costado de la cancha alentándolo. Yo no le devolví ni una palabra, actitud que
pareció soberbia, por más lejos de la realidad que estuviera. El equipo era una
máquina. Traía y llevaba con paciencia, hacía y deshacía con esmero, y poco a
poco empezó a demostrar que quería ganar. Así es que los últimos quince del
primer tiempo me llegaron no menos de cinco pelotas de gol. Dos de ellas se me
escurrieron entre las piernas como si estuvieran recubiertas de vaselina pura. En
otras dos demoré tanto en tratar de acomodar el cuerpo que parecía pedirle al
rival que me la quitara antes de pasar vergüenza. La última fue la peor. Un
centro atrás que me dejó con el arquero vencido. Cuando quise empujarla, el pie
derecho siguió su curso y la bola revotó en mi talón izquierdo, como quien da
un paso de ballet desdibujado, tosco, inadmisible para un 9 de mi jerarquía.
En
el entretiempo noté que mis compañeros hablaban entre ellos y algunos lo
hicieron por lo bajo con el DT, quien finalmente se acercó con intención casi
paternal y murmuró: -¿Al final te peleaste con tu jefe? Mirá que los laburos
van y vienen, Miguelito. No pienses más en eso. No te pongas mal. Además, ya te
dije que si todo sale bien y ganamos hoy capaz que empezamos a hacer alguna
vaquita como agradecimiento para darte a vos y al Beto que fueron los artífices
de todo esto. Pero hoy te necesitamos más que nunca Toro. Concéntrate y hace lo
que sabes. Nada más.
Salimos
al segundo tiempo y todos me alentaban. Todos, menos el 3 que me miró con cara
de asesino y lanzó un grito estruendoso: -¡Vamos, carajo, a ganarlo! ¡Que a nadie
se le ocurra arrugar ahora! ¡A ganarlo, carajo!
El
segundo tiempo fue más peleado. El equipo rival pareció entender que teníamos
buen manejo, pero poca (o nula) definición. Eso lo imprimió claramente de una
confianza que no había estado presente en el tiempo preliminar. Nuestra primera
aproximación fue promediando la segunda etapa. Ahí me crucé con el 2 rival que
cuando logró anticiparme se levantó y recurrió a un “gracias” sincero y con un
tono emotivo. Pero los ánimos comenzaron a caldearse a medida que el final se
acercaba y el empate amenazaba con instalarse en forma definitiva. En un córner
a favor, se me acercó el 3 y al oído me susurró con los dientes apretados –A mí
no me vengas con el cuento del laburo. ¿Cuánto te dieron, vendido de mierda? El
centro pasó sin pena ni gloria. El técnico todavía me alentaba asegurándome que
iba a tener una más y que la mandara a guardar como sabía. En un ataque rival
pude ver a un viejo al borde de la cancha con una radio pegada a la oreja. Me
acerqué como si me estuviera desmarcando y le pregunté: -Jefe ¿cómo va Chicago?
Se me aflojaron las rodillas cuando escuché: -Gana y ya termina.
Sobre
el final del partido se cumplió, a medias, la profecía del DT. Tuve mi gran
chance, una oportunidad clara como lo es un mano a mano con pelota dominada.
Sentí que el 2 de ellos me dejó pasar, casi como agradecimiento a lo fácil que
le había hecho el trámite de marcar al Toro Bravo ante la mirada de sus
familiares. Cuando me salió el arquero a achicar me acordé que mi nombre era
Horacio y me quedé sin reacción. Ya en el piso, después de ver el lamento de
mis compañeros, de escuchar las puteadas y recriminaciones, pude abstraerme y
llorar, y por fin llorar. El viejo me hizo una seña que interpreté como la
victoria final de Chicago y no pude más que arrodillarme y apoyar la frente
contra el césped.
Es
que yo se la debía a Miguel porque el año anterior habíamos estado tan cerca y
él, como buen hermano, como incondicional hermano gemelo, se atrevió a suplantarme
en el laburo solo para que yo pudiera estar en un partido clave que en esa
oportunidad nos dejó afuera de la pelea. Entonces, cómo no se la iba a
devolver. Esta vez el sacrificio me tocaba a mí aunque me tuviera que comer las
puteadas, aunque no supiera ni parar una pelota. Así somos los hinchas del
torito. Así hacemos las cosas. Con fidelidad inmaculada. Y me quedé tirado un
rato, con el dolor del choque frente al arquero, con el llanto de alegría
porque después de cincuenta años el torito por fin era de primera, y porque
Miguelito debía estar eufórico en esas tribunas de Mataderos, viviendo la
máxima alegría por él y por mí, saltando por los dos, llorando por los dos.
Cómo no iba a hacer ese esfuerzo si ya podía sentir que veía por sus ojos el
verde y el negro explotar en felicidad. Abracé el césped devolviendo el seguro
abrazo que él me estaría dedicando en la tribuna. A cualquier demonio me
hubiera enfrentado solo por hacer a mi hermano el hombre más feliz del mundo y
por ayudar de alguna manera a que Nueva Chicago sea por fin de primera. Porque
capaz que el yeta era yo. Pero a quién le importaba ahora.
El partido terminó cero a cero y el vestuario era una especie de velorio y bomba de tiempo a la vez. El 3 la hizo detonar cuando se sacó la camiseta y mientras la escurría en mis narices me increpó: -Esto es lo que te falta a vos, cagón. Te borraste cuando más te necesitábamos. ¿Cuánto te dieron, maricón? ¡Encima llorás! Lo pararon entre varios. El DT me dio una palmada en la espalda y no me dijo nada. Uno a uno salieron del vestuario mientras yo no paraba de llorar. Cuando quedé solo, entró el viejo de la radio y mientras me abrazaba tibiamente sentenció: -Quédate tranquilo. Si hubieras sido Marito Franceschini seguro que el gol no te lo morfabas, campeón.